Comparto el prólogo de la novela Aruma escrita por Kassandra Barbery que tuve el gusto de escribir. Un privilegio el poder presentar a mi hermana menor como autora de su primera novela.
Bolivia a principios del siglo XXI se encuentra en un proceso político complejo, donde la democracia formal se pone a prueba con desafíos para los cuales los ciudadanos bolivianos parecen aún no encontrar respuestas. Las diferentes realidades, casi esquizofrénicas que encontramos a nuestro alrededor, validas para cada actor que la vive y sufre, presenta un escenario ideal para la creación literaria. Las motivaciones humanas, como suele suceder, generan aparentes contradicciones que en el contexto histórico suelen repetirse una y otra vez. El eterno retorno y la circularidad del tiempo Nietzscheano nos golpea en la cara, con dureza y también con poesía:
¿No hay más que un solo reino, el de la estupidez y el azar? A esto habría que añadir; sí, quizá no haya más que un reino, quizá no haya voluntad ni causas finales y quizá seamos nosotros los que las hemos creado con nuestra imaginación. Esas manos de hierro de la necesidad, que echan el dado del azar, continúan su juego indefinidamente: sucederá pues, que ciertas tiradas se parezcan perfectamente a la finalidad y a la sabiduría. Quizá nuestros actos de voluntad, nuestras causas finales, no sean más que esto: tiradas de dados y quizá nosotros seamos demasiados cortos y vanidosos para comprender que nuestra extrema estrechez de espíritu, que no sabe que somos nosotros mismos los que echamos con manos de hierro los dados y que en nuestros actos más deliberados no hacemos otra cosa que jugar al juego de la necesidad. ¡Quizá! Para llegar más allá de este “quizá” sería preciso haber sido ya huésped del infierno, haberse sentado ya a la mesa de Perséfone y haber jugado a los dados con la anfitriona (Aurora, Nietzsche).
Aruma, el principal personaje de la novela nace caído del tiempo, en una realidad que mantiene su vigencia lo suficientemente constante para estremecernos el cuerpo. Su historia, su vida, su guerra interna, se ubica en el siglo XVIII en lo que ahora sería el Departamento de Oruro, en pleno proceso colonial. Más allá de la lejanía temporal, la narración es fácil de comprender e identificar con una realidad que no pierde actualidad. Los nombres cambian, las valoraciones también, pero las debilidades humanas persisten. En ese eterno retorno, más allá del contexto histórico donde el azar lo hizo nacer, se encuentra con la Diosa Perséfone, y al estilo poético del pasaje de Nietzsche, decide jugar a los dados. Para algunos resulta triunfador y valiente, para otros simplemente humano, demasiado humano.
La historia de Aruma parece reproducirse eternamente, transformándose en una interpelación social al pasado y al presente. Con el amor necesario para dejarnos una gota de esperanza y la amargura del camino recorrido que al mirar atrás nos asusta. Ese trayecto donde nuestros propios traumas, comunes a la naturaleza humana, nos llevan a ser similares en las diferencias y también en la estupidez. Es el reino único, que encuentra en la necesidad, la justificación a sus pecados.
La historia nos lleva a la crudeza de la xenofobia, aquella que surge fácilmente del temor al otro, a lo extraño y se instala con tenacidad en el alma. La rabia de la injustica, del desprecio, la que cultiva la violencia y multiplica el odio a lo diferente. Ficticio o real, el temor a nuestros fantasmas, como una proyección freudiana, se transforma en acción aniquiladora de quien nos estorbe en el camino.
La percepción que la autora, con profundidad psicológica, logra de sus personajes, facilita la identificación permanente con sentimientos que en mayor o menor grado, nos son comunes, más allá del lugar o condiciones del nacimiento. Hasta en lo negativo, en lo contradictorio, el concepto de raza se destruye, se transforma en humano, simplemente humano. Completa el circulo esa “espontaneidad, aquella integridad que todos llevamos dentro, la parte más honesta y pura que duerme la mayor parte del tiempo y se despierta cuando dejamos de pensar, abandonándonos así a la esencia de ilustres sentimientos”, muy parecida a la sonrisa de un niño.
La justicia y la obligación de exigir derechos, fácilmente logran mover el péndulo permanente de la historia, de una injusticia a otra, de un oprimido a otro, amparado en “el sentimiento de la eterna insuficiencia”. Buscando el pluralismo político e ideológico que los lleve al encuentro, los personajes se quedan en el camino, nos desvían con ellos, naufragando en las pasiones oscuras que impulsa la voluntad del poder absoluto. Cuando se abren las puertas del infierno, todos nos convertimos en demonios, o perecemos. La lógica del más fuerte, esa que en todo tiempo y condición parece aflorar del sub
consciente, paradójicamente también nos hace universales, con dioses de un tipo o de otro, cada cual apela a su salvación individual. La concepción del héroe, el que se martiriza por otros, solo es posible con la presencia de su opuesto, el traidor, el cobarde que nos recuerda el inframundo al cual voluntariamente – o no – decidió apostar. Más allá del resultado, el proceso termina siendo irrelevante frente al tiempo que inmisericorde avanza, pero que parece único para la realidad individual en que nos toca vivir. Aruma tiene su propio tiempo, su propia realidad y condicionamiento, con inocencia primero y desesperanza después. Forma parte de su realidad, es víctima de la circunstancia y a la vez cómplice de su desgracia…la complejidad de su tiempo y del nuestro.
Aruma nos invita a navegar en nuestro interior, en nuestras taras íntimas, en el amor, el odio y el desprecio hacia quienes también son amados, odiados y despreciados por otros. Esa mentalidad de feudo que etiqueta al otro, que deshumaniza y nos convierte en nosotros vs. ellos. La lógica binaria del pensamiento, la ignorancia de ver el mundo en términos de malos y buenos, simplificando injustamente lo complejo. La clasificación del hombre, su cosificación, es el caldo de cultivo para la intolerancia, el dogmatismo fanático que desprecia lo que no comprende y lo que no posee.
La obra logra introducirnos en una historia donde sus personajes cobran vida, trascendiendo el tiempo en que viven, con la complejidad literaria de llevarnos a épocas remotas. Es una historia universal, en un contexto particular. Esa es su riqueza.